Mi hermana menor se encontraba acostada en la cama mientras hacíamos vigilia cuidando a papá. Hacía tan sólo 3 meses que le habían diagnosticado cáncer de páncreas en su etapa terminal.
Terminal. Esa palabra ocupa todo el espacio y no deja lugar para la esperanza. Los médicos nos dijeron que no había mucho que pudieran hacer. "Llévenselo a su casa a morir. Le quedan 3 meses aproximadamente de vida y no hay nada más qué hacer por él”.
Como se podrán imaginar, una noticia así cimbró a la familia entera. Él era nuestro pilar, nuestra roca, el gran roble en cuya sombra nos cobijábamos todos nosotros.
Nos volvimos detectives. Investigadores. Buscamos cualquier tipo de información sobre medicamentos alternativos, remedios ancestrales, lo que fuera y estuviera en nuestras manos.
Papá, como el gladiador que era, nos dijo "No nos vamos a dejar vencer". Palabras suficientes para que los corazones se nos llenaran y siguiéramos en la lucha por la vida, aún ante tan funesto pronóstico. Fueron los 3 meses más angustiosos, dolorosos y a la vez los más maravillosos que pudimos vivir.
Deben saber que papá y yo tuvimos siempre una relación mágica. Él conservaba hasta sus últimos días una carta que le escribí de chiquita donde le decía que lo quería no porque fuera mi padre sino porque era mi mejor amigo. Así éramos los dos, los mejores amigos.
Circunstancias de la vida y errores que cometen aún los padres más perfectos lo llevaron a buscar refugio en mi casa por una temporada. Por un mal entendido, se fue lastimado. No volvimos a hablar por dos largos años. Durante ese tiempo traté de suavizar las cosas entre nosotros pero encontraba una respuesta áspera, que hoy entiendo venía más del dolor que de falta de amor hacia mi.
El tiempo de separación terminó abruptamente al recibir la espantosa noticia. No lo pensé ni un segundo:
Tenía que estar a su lado, quisiera él o no. Por fortuna, en el momento que me vio llegar al hospital me sonrió como siempre y yo corrí a abrazarlo. A partir de ese momento no me despegué de su lado.
Tuve la enorme fortuna de contar con jefes y amigos de gran corazón que me permitieron salir de mi trabajo para acompañarlo mientras la enfermedad mermaba su magnífico ser. Porque no sólo consumió su cuerpo. El dolor poco a poco fue acabando con su esplendoroso espíritu.
Esos tres meses nos permitieron decirnos todo lo que nos teníamos que decir. Y aunque no fuera necesario pues no había nada qué perdonar, aún así nos perdonamos mutuamente. Yo le dije que todo lo que yo era, como hija, mujer, amiga, trabajadora, lo era de alguna u otra forma por él. Él me dijo lo orgulloso que se sentía de mi. Como siempre, tenía el don de hacerme sentir especial.
El pronóstico de los médicos no podía ser más atinado. Papá murió la noche del 18 de marzo de 2004 y yo estuve ahí. ¡Qué curioso! El único miedo que tenía yo de chiquita era que él muriera y yo estaba a punto de presenciarlo.
Durante todo ese día no paraban de llegar personas que, enterándose de su estado, querían despedirse de él. Su casa parecía romería. Entraban y salían gentes de todas las edades, tamaños y clases sociales. Papá se consideraba un ser privilegiado, un hombre rico, pero no por el dinero sino por los amigos que tenía y la gente que lo quería. Se sabía bien querido y no era gratuito. Era un hombre extraordinario. Elegante, sonriente, siempre generoso tenía un gesto amable para todos y cada una de las personas que se encontraba en su camino. No puedo decirles lo conmovedor que fue ver las filas de gente esperando poder pasar a decirle lo especial que había sido en sus vidas, aún sabiendo que estaba sedado a causa del inmenso dolor que padecía.
Finalmente llegó la noche y todos se fueron. Mi hermana y yo nos ofrecimos a pasar la noche con él. Algo me decía que no debía separarme.
Fui a mi casa por una muda de ropa y de regreso pasé a comprar un libro que me acompañara en las horas de vigilia. Me llamó la atención la portada de uno que tenía la fotografía de una caja envuelta como regalo con un moño rojo. El título: El Presente. Lo compré y me fui a la casa de mi papá.
Clau se acostó en la cama (papá ya no soportaba estar acostado por lo que dormía en un reposet) y yo me senté a su lado. Puse en mi iPod la música de la película Amelié y compartí mis audífonos con él. Pensé que la música le podía venir bien. Saqué mi libro nuevo y comencé a leer. No avancé mucho. Como a la tercera página entendí que "El Presente" estaba dedicado precisamente al mayor regalo que tenemos: el aquí y ahora, nuestro momento presente. Una vez que me cayó el veinte, tomé la mano de mi papá y le agradecí por todo lo que me había dado en la vida y por permitirme estar en ese preciso momento a su lado. Le di gracias a Dios por permitirme estar con él. Me puse a orar. Justo cuando acabé de hacerlo, volteé a ver a papá y de su cuerpo salió su último aliento. Pude estar con este esplendoroso y amoroso ser en el último suspiro de su vida. Por ello no puedo más que sentirme afortunada.
Papá y ese momento me dieron el mayor regalo que he recibido: Entender que no tenemos nada más maravillo que el PRESENTE. No importa cuán difícil o duro pueda ser, está en nuestro poder decidir cómo lo vivimos. Está en nuestros corazones y en nuestras mentes convertir, aún la despedida más devastadora, en un instante mágico de conexión y amor. Cada instante de nuestra vida nos da razones para sentirnos agradecidos, para apreciar lo que tenemos y a la gente que nos hemos encontrado en el camino. No puedo imaginar un regalo más grande.
Papá está presente en mi vida porque su recuerdo, sus enseñanzas, su ejemplo y su amor permanecen en mi corazón. El libro, nunca lo terminé.
--- por Ana Patricia Castañeda @GranComandante @estrogeno3